Intolerancia
asesina,
por Luis
Eugenio Silva.
El asesinato del joven Daniel Zamudio no ha
dejado a nadie indiferente. Experimentamos una vez más cómo la violencia, que
acompaña a la intolerancia, ensañándose, es capaz de matar. Exterminar con
alevosía merece la más dura pena aplicable por la justicia. Golpear hasta dejar
casi muerta a una persona por su condición de homosexual -esto es, discriminar
mortalmente a alguien por su condición sexual-, es aún más grave. Es señal de
un terrible clima malsano, bajo ninguna circunstancia aceptable. Es un crimen y
un gravísimo pecado para quien cree en el Dios de la vida. Un delito siempre
será lo que es y más grave cuando las circunstancias agravantes lo hacen peor.
Sólo el tiempo podrá mitigar el dolor de sus padres por la pérdida de su hijo
y, si son creyentes, la confortación que la fe en Dios da.
En nuestro mundo casi todos se dicen tolerantes;
ello es propio de una mentalidad pluralista y democrática. Pero, ¿lo somos
realmente? Quizás. No lo creo, pues existe una diversidad de formas de
exclusión, de rechazo sin causa real. Se sabe, pero no se actúa
consecuentemente. Me atrevería a decir que existen formas de intolerancia cuyas
manifestaciones se vinculan con la clase social a que se pertenezca. Por eso,
ante lo acontecido no basta con recriminar y hacer un buen trabajo a través de
los medios de comunicación, llamando a la cordura, a la tolerancia y al respeto
a la diversidad. Se debe construir una sociedad en que los valores y la
diversidad legítima dominen. Lo único que no se puede tolerar es el mal objetivo.
Europa vivió cuatro siglos y medio con diversas
formas de intolerancia, especialmente religiosa, con la confrontación entre
católicos y protestantes. Ahí están las guerras de religión, la quemazón de las
brujas y la persecución mortal a la disidencia. Pero poco a poco se fue
abriendo el principio de la tolerancia, desde Locke, Voltaire y otros, hasta
hoy. La muerte se enseñoreó durante siglos, cuando se castigaba al hereje, al
morisco, al cripto judío y al homosexual, al que se tenía por hereje. El siglo
XX dio muestras de las más graves formas de represión fundadas en la
intolerancia, con raíces políticas o seudo raciales y en falsas sicologías.
Legislación y cultura han de ir hermanadas si
queremos tener una sociedad donde se respeta al otro por lo que es. Sólo así se
podrá formar un clima en el cual lo diferente no nos parezca atroz. Las
religiones deberían jugar un papel importante en ello, y en particular el
cristianismo, ya que su Señor Jesús no hizo excepción y aceptó a todo tipo de
personas, enseñando que ésa debería ser la actitud de sus seguidores. No se ve
en la acción de Cristo ninguna condena personal a nadie, sino sólo la condena
del mal o pecado que puede surgir de una persona. Un «no al pecado, sí al
pecador», abriéndole a este último un camino de reconciliación, de alegría y de
paz. Quienes somos católicos, con más fuerza deberíamos ser tolerantes y
comprensivos, y no dejarnos dominar por las fuerzas negativas que surgen del
interior del corazón humano y cuyas raíces no son verdaderas ni positivas.
Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.