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sábado, 19 de julio de 2008

Ceremonia de acogida a los jóvenes: Discurso del Papa Benedicto XVI

Vale la pena releerlo, son valores intransables

Ceremonia de acogida a los jóvenes: Discurso del Papa Benedicto XVI


Muelle Barangaroo, Sydney
jueves 17 de julio de 2008

Queridos jóvenes:

Es una alegría poderos saludar aquí, en Barangaroo, a orillas de la magnífica bahía de Sydney, con el famoso puente y la Opera House. Muchos sois de este País, del interior o de las dinámicas comunidades multiculturales de las ciudades australianas. Otros venís de las islas esparcidas por Oceanía, y otros de Asia, del Oriente Medio, de África y de América. En realidad, bastantes de vosotros viene de tan lejos como yo, de Europa. Cualquiera que sea el País del que venimos, por fin estamos aquí, en Sydney. Y estamos juntos en este mundo nuestro como familia de Dios, como discípulos de Cristo, alentados por su Espíritu para ser testigos de su amor y su verdad ante los demás.

Deseo agradecer a los Ancianos de los Aborígenes que me han dado la bienvenida antes de subir al barco en la Rose Bay. Estoy muy emocionado al encontrarme en vuestra tierra, conociendo los sufrimientos y las injusticias que ha padecido, pero consciente también de la reparación y de la esperanza que se están produciendo ahora, de lo cual pueden estar orgullosos todos los ciudadanos australianos. A los jóvenes indígenas –aborígenes y habitantes de las Islas del Estrecho de Torres– y Tokelauani les doy las gracias por la conmovedora bienvenida. A través de vosotros envío un cordial saludo a vuestros pueblos.

Señor Cardenal Pell, Señor Arzobispo Mons. Wilson: os doy las gracias por vuestras calurosas expresiones de bienvenida. Sé que vuestros sentimientos resuenan también en el corazón de los jóvenes reunidos aquí esta tarde y, por tanto, doy las gracias a todos. Veo ante mí una imagen vibrante de la Iglesia universal. La variedad de Naciones y culturas de las que provenís demuestra que verdaderamente la Buena Nueva de Cristo es para todos y cada uno; ella ha llegado a los confines de la tierra. Sin embargo, también sé que muchos de vosotros estáis aún en busca de una patria espiritual. Algunos, siempre bienvenidos entre nosotros, no sois católicos o cristianos. Otros, tal vez, os movéis en los aledaños de la vida de la parroquia y de la Iglesia. A vosotros deseo ofrecer mi llamamiento: acercaos al abrazo amoroso de Cristo; reconoced a la Iglesia como vuestra casa. Nadie está obligado a quedarse fuera, puesto que desde el día de Pentecostés la Iglesia es una y universal.

Esta tarde deseo incluir también a los que no están aquí presentes. Pienso especialmente en los enfermos o los minusválidos psíquicos, a los jóvenes en prisión, a los que están marginados por nuestra sociedad y a los que por cualquier razón se sienten ajenos a la Iglesia. A ellos les digo: Jesús está cerca de ti. Siente su abrazo que cura, su compasión, su misericordia.

Hace casi dos mil años, los Apóstoles, reunidos en la sala superior de la casa, junto con María (cf. Hch 1,14) y algunas fieles mujeres, fueron llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). En aquel momento extraordinario, que señaló el nacimiento de la Iglesia, la confusión y el miedo que habían agarrotado a los discípulos de Cristo, se transformaron en una vigorosa convicción y en la toma de conciencia de un objetivo. Se sintieron impulsados a hablar de su encuentro con Jesús resucitado, que ahora llamaban afectuosamente el Señor.

Los Apóstoles eran en muchos aspectos personas ordinarias. Nadie podía decir de sí mismo que era el discípulo perfecto. No habían sido capaces de reconocer a Cristo (cf. Lc 24,13-32), tuvieron que avergonzarse de su propia ambición (cf. Lc 22,24-27) e incluso renegaron de él (cf. Lc 22,54-62). Sin embargo, cuando estuvieron llenos de Espíritu Santo, fueron traspasados por la verdad del Evangelio de Cristo e impulsados a proclamarlo sin temor. Reconfortados, gritaron: arrepentíos, bautizaos, recibid el Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-38). Fundada sobre la enseñanza de los Apóstoles, en la adhesión a ellos, en la fracción del pan y la oración (cf. Hch 2,42), la joven comunidad cristiana dio un paso adelante para oponerse a la perversidad de la cultura que la circundaba (cf. Hch 2,40), para cuidar de sus propios miembros (cf. Hch 2,44-47), defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33) y curar a los enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de Cristo mismo, partieron dando testimonio del acontecimiento más grande de todos los tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino ha entrado en la historia humana para poder transformarla, y que estamos llamados a empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el mal y la muerte. En su famoso discurso en el areópago, San Pablo presentó su mensaje de esta manera: «Dios da a cada uno todas las cosas, incluida la vida y el respiro, de manera que todos lo pueblos pudieran buscar a Dios, y siguiendo los propios caminos hacia Él, lograran encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).

Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos pioneros –sacerdotes, religiosas y religiosos– que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes –algunos incluso con apenas veinte años– y, cuando saludaron para siempre a sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas. Se convirtieron en humildes pero tenaces constructores de gran parte de la herencia social y espiritual que todavía hoy es portadora de bondad, compasión y orientación a estas Naciones. Y fueron capaces de inspirar a otra generación. Esto nos trae al recuerdo inmediatamente la fe que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su neta determinación de educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot en su firme convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse siempre al Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres, vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho innumerables sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os tienen. Ellos, con apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra parroquia, tienen la tarea, no siempre fácil pero sumamente gratificante, de guiaros hacia todo lo que es bueno y verdadero, mediante su ejemplo personal y su modo de enseñar y vivir la fe cristiana.

Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante dos días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los ojos de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?

Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal 8,6). ¡Qué asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio, en un espíritu de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.

Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de islas-estado, cuya existencia misma está amenazada por el aumento del nivel de las aguas; otros de naciones que sufren los efectos de sequías desoladoras. La maravillosa creación de Dios es percibida a veces como algo casi hostil por parte de sus custodios, incluso como algo peligroso. ¿Cómo es posible que lo que es «bueno» pueda aparecer amenazador?

Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación de Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas maneras, tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la aplicación hábil de la tecnología como de la creatividad plasmada en el arte. También entre vosotros hay una disponibilidad atenta para acoger las numerosas oportunidades que se os ofrecen. Algunos de vosotros destacan en los estudios, en el deporte, en la música, la danza o el teatro; otros tienen un agudo sentido de la justicia social y de la ética, y muchos asumen compromisos de servicio y voluntariado. Todos nosotros, jóvenes y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad innata de la persona humana –perceptible tal vez en el gesto de un niño pequeño o en la disponibilidad de un adulto para perdonar– nos llena de profunda alegría y gratitud.

Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural, sino también el social –el hábitat que nos creamos nosotros mismos– tiene sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en nuestra vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar hostilidades a veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es bueno, modificar lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos sido creados. Los ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más evidentes están el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e internet como una diversión. Me pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como «diversión».

Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación.

Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual. Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y con un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto hacemos nuestras opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir, en la verdad, el bien y la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os dejéis engañar por los que ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la verdad.

Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad, puede ser la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los Apóstoles llevaron hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la vida de la Iglesia. Y el ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el Bautismo.

Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P 1,4). Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido incorporados a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf. 1 Co 6,19). Por eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a vuestros padres y a los participantes y, llamándoos por vuestro nombre, dijo: «Ya eres nueva criatura» (Ritual del Bautismo, 99).

Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los lugares de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. Cómo cristianos, estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro humano, Jesucristo, el «camino» que colma todo anhelo humano y la «vida» de la que estamos llamados a dar testimonio, caminando siempre iluminados por su luz (cf. ibíd., 100).

La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le debe “dejar en el banquillo”, y que la religión y la fe, aunque convenientes para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente de Dios. Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que es la humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.

Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente alerta ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura moral con la que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la dignidad innata de toda persona se apoya en su identidad más profunda –como imagen del Creador– y que, por tanto, los derechos humanos son universales, basados en la ley natural, y no algo que depende de negociaciones o concesiones, fruto de un simple compromiso? Esto nos lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad los pobres, los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz. ¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?

Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La preocupación por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado de nuestro entorno, son de vital importancia para la humanidad. Pero todo esto no se puede comprender prescindiendo de una profunda reflexión sobre la dignidad innata de toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, una dignidad otorgada por Dios mismo y, por tanto, inviolable.

Nuestro mundo está cansado de la codicia, de la explotación y de la división, del tedio de falsos ídolos y respuestas parciales, y de la pesadumbre de falsas promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde se compartan los dones, donde se construya la unidad, donde la libertad tenga su propio significado en la verdad, y donde la identidad se encuentre en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu Santo. Ésta es la esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido recreados en el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la Confirmación precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste el mensaje que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.


Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.

viernes, 18 de julio de 2008

La derrota de la familia KK.

Cobos terminó con una forma de gobernar
Por Joaquín Morales Solá

El kirchnerismo, tal como se lo conoció, ha terminado en la sorprendente madrugada de hoy. Un hombre solitario, Julio Cobos, que tomó la decisión más importante de su vida rodeado sólo por su familia, maltratado por el oficialismo en las últimas semanas, terminó con una forma de gobernar y con un estilo de mandar que duraron cinco años.

Cobos no fue un verdugo oportunista, sino la expresión última y definitiva de una crisis que había dejado al kirchnerismo sin opinión pública, sin confianza social en la economía, sin aliados y sin gran parte del peronismo. Se necesita cometer muchos errores políticos para convertirse tan rápidamente en un paria de la política después de usar y abusar de un poder hegemónico durante un lustro.

El primer y más grande error fue el capricho. La Presidenta y su esposo dejaron pasar no menos de cuatro o cinco oportunidades para acordar con las entidades agropecuarias un final digno del conflicto. Los ruralistas no fueron el motivo de tanta decadencia, pero su resistencia fue esencial para catalizar el malhumor colectivo.

Una cierta ceguera política se apoderó del liderazgo político de la Nación, que le impidió ver que ya no era hora de doblar la apuesta, como lo había hecho siempre el kirchnerismo, sino de apaciguar los conflictos que podían crecer al calor del descrédito oficial. Crecieron, hasta tomar la dimensión de la enorme derrota de esta madrugada.

Cobos hizo bien en jugar su papel institucional volcándose hacia donde estaba la sensación generalizada del Congreso. Hasta los oficialistas que votaron por el proyecto de las retenciones lo hicieron, tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores, con la sensación, fácilmente perceptible, de que estaban haciendo lo incorrecto. Un desempate del vicepresidente a favor del proyecto oficial hubiera significado arrancarle al Congreso una decisión contra su naturaleza y contra su opinión más extendida. Hubiera sido un exceso del poder circunstancial y casual de un solo hombre.

La Presidenta tiene la Jefatura del Estado y su responsabilidad es ineludible. Pero tan notable como esa responsabilidad fue el fracaso de la estrategia diseñada por su esposo, el ex presidente. Néstor Kirchner llegó a boicotear, en nombre de la "compañera Cristina", las negociaciones con el campo que abrió la propia Presidenta. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, hablaba con los dirigentes rurales por indicación de Cristina Kirchner, pero el pendenciero secretario de Comercio, Guillermo Moreno, salía paralelamente a agredir a los ruralistas por orden de Néstor Kirchner.

Las formas del maltrato kirchnerista están también en la explicación de la soledad en que quedó el oficialismo cuando le llegó la adversidad. El ejercicio de cortar siempre puentes políticos y afectivos significa anular cualquier posibilidad de retirada o de rectificación. Se juega a todo o nada, a la derrota o a la victoria. La derrota se abatió ahora definitivamente sobre el oficialismo.

Una administración débil deberá afrontar un destino de tres años y medio más de vida. Podrán citarse muchos ejemplos de gobiernos del mundo que perdieron votaciones en los parlamentos y tuvieron luego una vida lozana. Son ciertos. La única y crucial diferencia es que ninguno de esos gobiernos mandaba como mandaban los Kirchner. El matrimonio presidencial argentino no sabe gobernar de otra manera que no sea asestándole su propia voluntad a la política y a la sociedad.

Eso es lo que ha terminado en la madrugada más ingrata de los Kirchner. El destino de los actuales gobernantes se cifra ahora en su capacidad para cambiar un modelo de gobernar y en descubrir un modo consensual de administrar el país. Los Kirchner nunca han recurrido a esas prácticas normales de la política, ni en Santa Cruz ni el gobierno nacional. No se puede predecir, por lo tanto, lo que sucederá cuando las cosas carecen de experiencia previa.

Tomado de:
http://www.lanacion.com.ar/

Nota de la Redacción: La pregunta que surge ahora es si la valiente acción del Vicepresidente Cobos, de la UCR, terminó con una manera anti democrática de gobernar o si este es solo un “recreo” destinado a reagrupar las fuerzas totalitarias del Justicialismo en el poder.

Agradecemos a Don Eduardo Palacios Molina el habernos enviado este interesante análisis de la situación Argentina, que lamentablemente resiste los mismos embates totalitarios que todo nuestro Continente

Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.

lunes, 14 de julio de 2008

El pecado de ser grande.


El pecado de ser grande.

El gobierno nacional consiguió dar otro paso con la aprobación en la Cámara de Diputados de su norma defendida con fundamentalismo inusual. Si bien ese proyecto de ley logro avanzar resignando buena parte de sus aspiraciones, pudo sortear la vergonzante situación de debilidad política que hubiera implicado una derrota numérica.

En esto de las retenciones hemos asistido a largos debates, no solo parlamentarios sino también mediáticos, donde voces altisonantes se alzaron para defender con mucha pasión cada posición.

Entre los cambios que surgieron respecto del proyecto original apareció algo predecible, no desde lo técnico, pero si desde lo ideológico. Tiene que ver con el "políticamente correcto" discurso de favorecer a los pequeños y medianos productores en detrimento de los más grandes

De la nueva versión aprobada surge que quienes produzcan hasta 300 toneladas pagarán una retención efectiva del 30%, mientras que los que cosechen entre 300 y 750 toneladas pagarán el 35% del tributo. En los productores de hasta 1.500 toneladas pagarán las primeras 750 toneladas al 35%, mientras que el segundo tramo de esa producción se tributará con las actuales retenciones móviles.

Esta diferenciación entre pequeños, medianos y grandes productores subyace en la mente de muchos. No solo en la de los políticos y dirigentes en general. La sociedad, en buena medida, lo acepta con inusitada adhesión. El significativo tamaño de un emprendimiento parece implicar, en si mismo, cierta cuota de culpabilidad.

No debiera extrañarnos más de la cuenta. Vivimos en sociedades donde el éxito esta mal visto, tiene mala prensa. En estas latitudes el triunfo, la capacidad de progreso, conlleva una dosis de sospecha. Reina así, la ideología que dice que para crecer es imperioso hacerlo a expensas de otros. Si se ha logrado ser exitoso, es porque otros han sido derrotados. Surge así una lógica casi deportiva donde para que uno gane, otros, forzosamente, deben perder.

Se olvidan que la riqueza se genera, y que los que lo consiguen son los emprendedores, esos que aspiran a ser mas, esos que naciendo pequeños pretenden ser cada vez más grandes. Lo hacen con convicción y también con esa imprescindible ambición que los caracteriza.

Buscan la riqueza. Los mueve el afán de lucro. Saben que es el motor natural de la humanidad. No hay que avergonzarse de ello. Solo es preciso asumirlo, entenderlo y no tratar de negar su existencia por algún capricho ideológico, que no resiste prueba concreta alguna. Los recitados discursos en contra del lucro suenan simpáticos, pero sus expositores luego piden a cambio retribuciones dinerarias para defender esas ideas que dicen apoyar tan desinteresadamente.

No existen productores pequeños, medianos y grandes. Si se pueden encontrar a diario, hombres y mujeres dispuestos a arriesgar lo poco o mucho que tienen, lo que han conseguido por sus propios méritos, para seguir creciendo. Ellos no viven del erario público. No tienen sueldo fijo. Nadie los designó "en planta" con la inherente estabilidad que impide que los despidan, sin importar sus habilidades, eficiencia o productividad.

Todos, pequeños y grandes construyen la riqueza. Diferenciarlos, dividirlos, mas allá de las perversas pretensiones de la política mezquina de estos días, es caer en la trampa de la culpa, el odio y el resentimiento.

Es cierto que algunos ricos han obtenido sus bienes gracias a cuestionables privilegios. Muchos de ellos se han visto favorecidos por el favor estatal. Pero la generalización castiga, en este caso, a los más dignos, y no a los otros.

Con acumulación de capital llegan las transformaciones. Solo pueden producir, ofrecer empleo genuino y obtener crecimiento real, quienes logran generar, previamente, recursos para ello. Cuando el Estado se queda con la renta, la capacidad de acumulación se agota y entonces se hipoteca no solo el presente, sino también el futuro. El simpático argumento de la redistribución apela a lo más profundo de nuestra sensibilidad. Se ampara en ello para ofrecernos a cambio solo románticas promesas que luego se ven opacadas por una siempre discrecional, arbitraria y poco transparente forma de asignar recursos.

Ser grande no es un pecado. El pecado es haber logrado una posición económica, cualquiera sea su tamaño, en base a negociados, estafando a otros, estableciendo dudosas alianzas con el poder público, para lograr la protección de los privilegios que solo el poder ofrece. El pecado está en las formas, no en la magnitud. La corrupción, la inmoralidad y la indignidad no son patrimonio de los más grandes. Se trata de una condición humana que, poco y nada, tiene que ver con el tamaño.

Muchos han intentado este camino de lograr posiciones abandonando sus convicciones y el resto de dignidad que les quedaba, para ofrecerle a sus hijos, incluso a si mismos, un porvenir mejor. A esos no los amedrentarán con retenciones móviles. Tampoco quitándoles la renta. Ellos son lo suficientemente inmorales para ir en busca de un nuevo negocio que les permita seguir en su cuestionable senda, aplicando sus repudiables métodos.

No es pecado ser grande. Si, lo es, dejar de lado las convicciones. Para eso no es necesario ser enorme. A los que no pueden defender sus ideales, les cabe la hora del análisis. La moralidad culposa de estos tiempos sigue rondando. Mientras no podamos decir lo que pensamos sin el temor a ser juzgados por ello, seguiremos dando lugar a esta manera de ver las cosas, que solo nos garantiza más pobreza no solo económica, sino de espíritu.

Alberto Medina Méndez
Corrientes – Corrientes - Argentina



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