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domingo, 16 de enero de 2011

Lo que pasa en Zapallar , por Dr. Otto Dörr.


Lo que pasa en Zapallar ,

por Dr. Otto Dörr.

Los repetidos ataques a la iglesia de Zapallar (rayados de paredes y apedreamiento de puertas y ventanas) que culminaron con la destrucción del rostro y las manos de una estatua de la Virgen María que se levanta a un costado, significan mucho más que un acto vandálico. Vandalismo es lo que hacen las barras llamadas “bravas” en los estadios y sus alrededores o la destrucción del alumbrado público y de los jardines a propósito de un acto político o artístico, signos por su parte de nuestro inequívoco subdesarrollo cultural. Tampoco son comparables estos ataques con los perpetrados recientemente en iglesias cristianas del Medio Oriente por grupos islámicos fundamentalistas. Ellos se dan en el marco del fanatismo y de las luchas religiosas que, aunque lamentables, han existido por siglos.

Lo que ha pasado en Zapallar, en cambio, es mucho más grave, tiene raíces comunes con un programa de televisión de hace algunos meses en el que se mofaban de Cristo y sus apóstoles y representan ambos un fenómeno inédito que yo denunciara hace algunos meses en esta misma página como pérdida del respeto a los dioses. Ahora, en el caso de los actos que estamos comentando, se trata de atacar sin motivo alguno, por espurio que sea, vale decir, en forma gratuita, símbolos y espacios religiosos. Y la gravedad de esta forma concreta de irrespetuosidad deriva del hecho de que se está negando aquí esa distinción fundamental, que atraviesa toda la historia humana, entre el espacio profano y el espacio sagrado. Misteriosamente ha sido la diferenciación de distintos espacios lo que ha marcado los grandes hitos en la evolución del homínido hacia el hombre. Así, por ejemplo, lo que define esa tremenda revolución que fue el paso del homo habilis al homo erectus es la capacidad de distinguir entre un espacio para dormir, otro para comer, otro para hacer vida social, etcétera. Y en el paso del homo erectus al homo sapiens va a ser lo fundamental, junto al surgimiento del lenguaje, la diferenciación entre un espacio profano y un espacio sagrado.

El espacio profano era para el hombre primitivo el espacio homogéneo, desconocido, no habitado; en último término, el caos. Frente a este se erige el cosmos, el mundo ordenado y familiar. Pero este espacio habitado, este cosmos, sólo puede llegar a ser tal porque antes ha sido consagrado. Desde un espacio sagrado original se va constituyendo la aldea, y más allá, el territorio para la caza y la recolección. Los indios bororos del Brasil, que vivían en el Paleolítico y cuyas costumbres fueran estudiadas por el antropólogo francés Claude Lévy-Strauss, construían sus poblados en claros de bosques, en cuyo centro se levantaba una construcción redonda con el techo abierto hacia el cielo, mientras en el límite del bosque y rodeándola, se levantaban las viviendas de las familias. El carácter central de esta construcción y su apertura al cielo muestra en forma inequívoca su condición sagrada. Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades naturales. El filósofo de la religión Rudolf Otto llamó a este sentimiento de nulidad del hombre ante la manifestación de lo divino (a través del espacio sagrado) la experiencia de lo “numinoso”, lo tremendo, lo misterioso.

Con el surgimiento de la agricultura y de la vida urbana empezaron los templos y los santuarios a transformarse en el espacio de comunicación con los dioses, siendo siempre vividos como el centro del mundo. El ejemplo más conocido de esta centralidad es el templo de Jerusalén en la tradición judía, lugar que va a tomar el sepulcro de Cristo en el cristianismo. En todas las ciudades construidas por los españoles en América aparece la catedral, la parroquia o la iglesia, en la plaza, vale decir, en medio de la ciudad y mirando al oriente, hacia la salida del sol. Desde ahí “se orienta” la vida de toda la comunidad. La desacralización de las ciudades es un fenómeno reciente en la historia humana. Pero esta nunca ha podido ser total, porque pertenece a la condición humana algún grado de conciencia religiosa. Hoy esa sacralidad pervive en las pocas iglesias que van quedando.

Atacar, profanar o destruir una iglesia constituye, por ende, un acto de absoluta barbarie, de regresión a etapas muy pretéritas del desarrollo humano, antes de que aprendiéramos a diferenciar el espacio sagrado del espacio profano. A mayor abundamiento, estos jóvenes (seguro que ABC1 y con el consabido exceso de alcohol en la sangre) han atacado la figura de la Virgen María, probablemente el mito más hermoso de todos los que han acompañado la historia del hombre. Todo el poder del dios de Moisés, la estrictez de Alá y, para qué decir, la crueldad de los dioses precolombinos representan un dramático contraste con la impotencia, la humildad y la dulzura de María.



Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.
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