Maternidad y vida más humana.
María Margarita Errázuriz
Decidí volver a tocar el tema de la relación entre maternidad y humanización de la cultura porque, a partir de comentarios que recibí sobre mi columna anterior, me di cuenta de que no muchas personas habían pensado en esta relación y, menos, tan concretamente. Además, el que en estos días se haya celebrado el Día Internacional de la Mujer, invita a seguir reflexionando sobre el aporte de la mujer a la sociedad. Esta vez voy a referirme a su maternidad espiritual; a ese don de madre que se ejercita con otros, que no son parientes, y que mantiene vivo en la sociedad un llamado a formar una gran familia.
Vivimos en un mundo que está socavando los valores que, en mi opinión, le dan sentido a la vida de las personas. Ejercer la capacidad de amar, de relacionarnos con afecto y con empatía, de cooperar y ser solidarios, de respetarnos y de postergar los intereses individuales en aras del bien común es hoy un bonito discurso que no alcanza a detener las malas prácticas cotidianas. Por el contrario, pareciera que entre nosotros se alzan más y nuevas fronteras.
Las relaciones impersonales y competitivas, que parece exigir la eficiencia, unidas al individualismo propio de los tiempos modernos, levantan barreras y ponen muros entre los seres humanos. A mi juicio, las más afectadas por esta situación son las mujeres. La mayoría de ellas, al ampliar sus horizontes e incorporarse a la actividad pública, también tienen que ser eficientes para responder a sus responsabilidades familiares y laborales, y asumen las reglas del juego. Muchas han dejado de poner esa nota humana, tan afín a su ser mujer, en cada uno de sus actos. En su contra juegan las demandas de su doble actividad, las que consumen prácticamente todo su tiempo y energía, hasta su humor. Por otra parte, es imposible esperar que las mujeres no se contaminen con un mundo que es la antítesis de lo que ellas son por naturaleza. Esta nueva realidad rompió una armonía original en sus vidas.
Las mujeres sienten insatisfacción al constatar que han dejado de lado la centralidad que tenía en su existencia favorecer la ayuda mutua y relaciones próximas y personales; el haber perdido de vista su maternidad espiritual. La autonomía, los espacios de desarrollo profesional, las oportunidades de apoyo económico para la familia y el reconocimiento social que las mujeres han ganado no impiden que sientan un vacío al no vivirla en plenitud. Además, ellas resienten la pérdida que significa para la sociedad restringir su expresión; saben que la maternidad espiritual contrarresta la deshumanización.
Los países más desarrollados consideran que la capacidad de preocuparse de los demás, de atender a sus necesidades, es un activo social. Estiman que la calidad de vida está estrechamente vinculada con un tejido social sólido y con lazos solidarios estrechos. En el mundo actual, ambas condiciones tienden a la extinción. Por tanto, han incluido en sus índices de desarrollo este tipo de relaciones entre las personas, midiéndolas a través del trabajo voluntario en beneficio de la comunidad. Para ellos, un país es más desarrollado cuanto mayor es el grado de acción social voluntaria de su población en beneficio de la comunidad. En esta tarea, las mujeres son maestras, aunque no son de su exclusividad.
Si queremos tener una vida más humana, es preciso buscar armonía entre el trabajo y la familia, y valorizar la función maternal, tanto biológica como espiritual. De esta forma, sin perder lo ganado, las mujeres se encontrarán con el espacio interno que necesitan para desplegar su maternidad espiritual, esa que favorece el desarrollo de las personas y la del mundo que la rodea y que conoce el arte de cuidar a los demás.
Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.
