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miércoles, 8 de octubre de 2008

Crash financiero, mercado y crisis moral



Crash financiero, mercado y crisis moral
Carlos Williamson, Prorrector PUC

En la severa crisis financiera internacional, muchos creen ver el germen de una nueva era económica que se iniciaría con el colapso del libre mercado, la propiedad privada y el emprendimiento individual como ejes de un sistema capitalista que ha estado en la base de uno de los más prolongados períodos de crecimiento y estabilidad de precios. Las quiebras de bancos, pérdidas de riqueza de los tenedores de acciones y las restricciones a la liquidez, que sin duda pondrán freno a las economías, son el condimento ideal para cuestionar la globalización y la supuesta consagración de un modelo de desarrollo coherente con lo que se llamó "el fin de la historia". Para algunos, la crisis se presenta como una oportunidad para volver a un pasado no muy lejano de regulación y control con fuerte injerencia del Estado en los negocios.

Una reflexión serena debiera poner en contexto los últimos acontecimientos. No están lejos los años de la caída del Muro de Berlín, símbolo del fracaso de los socialismos reales como alternativa válida de progreso material de los pueblos. Juan Pablo II, al recordar el crucial año 1989, hablaba de la ineficiencia del sistema económico socialista no como un tema puramente técnico, "sino más bien como la consecuencia de la violación de los derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad ". Asimismo, añadía que "la experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica". Es más, conviene no olvidar que al agotamiento del socialismo para resolver las apremiantes necesidades del combate a la pobreza se añadía la tesis de sus errores conceptuales básicos: una antropología engañosa que ignora el concepto de persona, una elección moral de medios errónea como la exaltación de la lucha de clases y tal vez lo central, la pretensión de un humanismo sin Dios.

La crisis que golpea hoy a los mercados es un aviso para extraer lecciones de errores técnicos, pero también de limitaciones humanas que están más allá de la oferta y la demanda. De seguro, asistiremos a un período en el mundo industrializado de ajustes de precios y menor dinamismo productivo, de transferencias de riqueza y un rol regulador más activo de los estados. Las economías emergentes sufrirán las consecuencias de la menor actividad global, pero el impacto final dependerá de su estructura de ahorro-inversión y de la flexibilidad de sus mercados. Todo lo anterior repercutirá en el desarrollo de los países y en sus índices de bienestar social. Sin embargo, nada más negativo sería perder la brújula para apuntar a ciegas a caminos ya recorridos y fracasados.

Desde el punto de vista de la generación de progreso material y satisfacción de las necesidades humanas, mantiene plena validez un sistema económico que reconoce el papel fundamental de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la libre creatividad humana en la economía. Un sistema económico, desde luego, que debe implantar una regulación inteligente, que evite los excesos de una ingeniería financiera informal con riesgos ilimitados.

Pero lo que estamos viendo arroja luz sobre un tema más de fondo que también debe servir de lección. Un lúcido diagnóstico sobre el momento debiera llevarnos a reflexionar sobre el clima social que se vive, donde los medios se convierten en fines y viceversa. Se ha creado una cultura que idolatra la técnica y se olvida de las personas. La economía no subordinada a normas ético-sociales, que desprecia verdades morales como la centralidad de la persona como medida del bien, deviene en un economicismo dañino que al final se vuelve contra el propio sistema y destruye sus fundamentos. La libertad del individuo con el solo límite de no colisionar con la libertad de los demás, y no de sujetarse a la verdad y al bien, es un pobre diseño social que deja expuesto al hombre a desenfrenadas pasiones que al final lo afectan a él y a su entorno. De ello nos da cuenta la crisis financiera de un modo elocuente. Asimismo, dar un alma más humana a la globalización supone tener el coraje de proponer y vivir un marco cultural que ponga de verdad a la persona como sujeto responsable de decisión moral. Sin embargo, una cultura más humana, una economía a la medida del hombre, con todo lo valioso, no es capaz de trascender al propio hombre y será siempre una construcción trunca, con bella arquitectura, pero sin mucho contenido. Sólo Dios es capaz de descifrar el enigma de nuestra existencia y dar sentido a las cosas, que ni el más perfecto de los modelos podrá nunca resolver.



Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.
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