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viernes, 18 de junio de 2010

Nuestro real patrimonio, por Margarita María Errázuriz.


Nuestro real patrimonio,

por Margarita María Errázuriz.

Seguramente ya pocos recuerdan la celebración del Día del Patrimonio Nacional. Yo no quiero olvidarlo; viví una experiencia que la quiero tener presente y mejor aún si en ustedes encuentra eco.

Si recuerdan, fue un día de sol, con cielo azul, limpio, sin una nube. En ese día, con la maravilla de la cordillera blanca y reluciente, fui a Los Andes a acompañar a una amiga que recibía un reconocimiento por su aporte a la conservación de la naturaleza y a la preservación del medio ambiente. La ceremonia fue en una antigua maestranza, donde se exhiben unas máquinas curiosísimas y monumentales, como una que lleva en su parte delantera un círculo de fierro de unos tres metros de diámetro, imponente, fiero: el barrenieve. Todas son patrimonio nacional. Junto a un escaso público y algunos líderes de la comunidad —acompañados de sus padres, algunos ya viejitos— tuvimos la oportunidad de escuchar cosas que uno sabe pero olvida. Esas son las que quiero compartir y recordar.

Muchas personas que allí se encontraban habían trabajado en ese lugar. Me llegó al alma el amor por su oficio, cualquiera fuera: paleador de carbón para alimentar la máquina, carpintero en la sala de reparaciones, hijo del jefe de estación al interior de Los Andes. Todos siguen respirando amor por sus máquinas, por el paisaje, por la travesía. Pero más me llamó la atención su sabiduría. Saben equilibrar el estar al día e interesados por el acontecer nacional, con formas de convivir que, al menos yo, siempre he valorado. Digo esto porque, oyéndolos hablar sobre capital social y energía eólica, compartían entre ellos en medio de un ambiente amigable, con sencillez y naturalidad. Allí nadie hacía valer su calidad como persona, nadie era más ni menos, nadie posaba de nada. Se sentía su gran fuerza y compromiso con proyectos futuros, al mismo tiempo que su arraigo al lugar donde la huella de la historia familiar, vecinal y regional está viva. En esos lugares se presiente que la gente se instala y constituye una unidad con el árbol, con la acequia y la estrella que aparece tras el cerro.

Esas personas constituyen nuestro real patrimonio. Comparados con ellas, nosotros, habitantes de la capital, parecemos salidos de otro planeta y constatamos cómo hemos desnaturalizado la vida. En tanto, esas personas viven en medio de dos culturas y me atrevería a decir que están tratando de sacar partido de lo mejor de ambas. De una cultura tradicional, rescatan un sistema de valores que mantiene vivo el sentido familiar y de la vida en comunidad. También, comparten la apertura al mundo y la orientación al progreso de la cultura actual, pero dejan al margen un sentido individual que domina ritmos y preocupaciones, haciendo olvidar el porqué de tanto hacer.

Seguramente porque vivimos encerrados en ese mundo individual, todos soñamos con uno donde las personas sean capaces de abrir su corazón, donde brote el amor por lo que se hace, donde se genere identidad de almas y compromiso entre ellas. Ese mundo existe. Está al alcance de nuestras manos.

Con el pasar de los días, me doy cuenta de lo fácil que es perder el deseo que afloró en mí de retomar el verdadero sentido de las relaciones y de mi quehacer, al reencontrarme con estilos de vida y formas de relacionarse que valoro pero que me cuesta vivir. Siempre hay disculpas para no darse el tiempo para prestar atención a lo que realmente importa. Es habitual decirse mañana será otro día. Pienso que a todos nos vendría bien estar más en contacto con gente que no cambia su forma de ser, pese a la vorágine del quehacer diario. Su presencia nos enriquece como personas, al constatar otras formas de vivir, de sentir y de ser felices.

Fue un día aleccionador que no quiero olvidar.





Los países que tratan de vivir sin valores
terminan por desvalorizar la vida de sus ciudadanos.
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