¡Chile!, por Cristián Warnken.
En 1933, Antoine de Saint-Exupéry anota, luego de un viaje al extremo sur del mundo: "Y he aquí la ciudad más al sur del mundo, permitida por el azar de un poco de barro, entre las lavas originales y los hielos australes. Tan cerca de las corrientes de lava negra, ¡cómo se siente uno bien, viendo el milagro del hombre! Acabo de ver la hierba verde y oro de los viejos volcanes producir flores, liberar los pájaros, y veo esta tarde al hombre caminar. ¡Extraño encuentro! Uno no sabe cómo, ni por qué él visita estos jardines por un tiempo tan corto, una época geológica, un día bendecido entre todos los días. ¡Punta Arenas! Me siento junto a una fuente y miro a las muchachas. A dos pasos de su gracia, siento mejor todavía el misterio humano...".
Saint-Exupéry viene desde el estrecho de Magallanes y se topa con la ciudad de los hombres, y después de horas, tal vez días, sumergido en el paisaje casi extraterrestre de esas latitudes, le parece ver al hombre por primera vez, y Punta Arenas es como una epifanía en el invierno, el triunfo del hombre sobre la nada. Le asombra que el hombre pueda existir y sobrevivir ahí y, al mirar a esas niñas chilenas junto a la fuente, siente que no podrá nunca penetrar su secreto, su soledad inexpugnable, la soledad inexpugnable de todo hombre y toda mujer sobre la Tierra: "El hombre frente al hombre permanece tan solo como frente a un inmenso cielo de invierno, donde huye, imposible de domesticar, un vuelo de patos salvajes".
La emoción del piloto y escritor francés en este artículo bajo el título "Un planeta", publicado en la "Nouvelle Revue de France" de 1933, que llegó a mí casi por azar y que se desgaja entre mis manos, me toca doblemente en estos días.
Los augurios pesimistas sobre el calentamiento global nos hacen sentir cada día más que somos un milagro inexplicable, una flor extraña que brotó en medio de la inmensidad del cosmos, después de avatares y catástrofes geológicas, extinciones y glaciaciones. Después de sucesivos diluvios, estábamos ahí, como salidos de la nada, desnudos y solos en paisajes que nos excedían. El "animal inexplicable" se erguía para iniciar una aventura única tal vez sobre la faz del universo.
¿De dónde entonces -se pregunta el mismo Saint-Exupéry- saca el hombre ese "gusto de eternidad", arrojados como estamos al azar de una lava todavía tibia, amenazados por las arenas futuras y por las nieves? ¿Cómo no estremecerse ante la inmensa epopeya del hombre de hacer habitable la Tierra, de transformarla en "mundo"? ¿Y cómo no temblar al pensar que esa conquista puede ser borrada en un dos por tres, sin dejar rastro ni memoria?
Quienes vivimos en esta "finis terrae" sabemos lo milagroso que es levantar una ciudad, un campamento sobre geografías desmesuradas. Todo chileno lleva en el fondo de su alma el vértigo de montañas, glaciares y desiertos, junto a los cuales somos "apenas". Hay una soledad inexpugnable en cada habitante del sur de este país, rostros que hablan de generaciones a la intemperie, de austeridad, de sobrevivencia.
Como si un viento frío y ululante se colara entre cada mirada.
Saint-Exupéry exclamó: "¡Punta Arenas!". Todo aquel que conoce la historia de este país, y sabe lo que ha costado hacerlo, exclama, al mirar las ciudades desde el cielo, después de cruzar las montañas: "¡Chile!"
Y en estos días en que se olvida un cierto estilo de hacer bien las cosas, con un sentido ético y estético, que caracterizó a Chile, uno piensa en Domeyko, Darwin, Claudio Gay, Andrés Bello, en los extranjeros que abrazaron el sueño de hacer un país sobre un erial. Y los escucha exclamar "¡Chile!" entre risotadas, chistes y pasos de koala.
Reproducimos este artículo publicado por El Mercurio porque consideramos que su análisis nos puede hacer volver a las raíces nacionales y a esos valores que hoy son socarronamente olvidados
En 1933, Antoine de Saint-Exupéry anota, luego de un viaje al extremo sur del mundo: "Y he aquí la ciudad más al sur del mundo, permitida por el azar de un poco de barro, entre las lavas originales y los hielos australes. Tan cerca de las corrientes de lava negra, ¡cómo se siente uno bien, viendo el milagro del hombre! Acabo de ver la hierba verde y oro de los viejos volcanes producir flores, liberar los pájaros, y veo esta tarde al hombre caminar. ¡Extraño encuentro! Uno no sabe cómo, ni por qué él visita estos jardines por un tiempo tan corto, una época geológica, un día bendecido entre todos los días. ¡Punta Arenas! Me siento junto a una fuente y miro a las muchachas. A dos pasos de su gracia, siento mejor todavía el misterio humano...".
Saint-Exupéry viene desde el estrecho de Magallanes y se topa con la ciudad de los hombres, y después de horas, tal vez días, sumergido en el paisaje casi extraterrestre de esas latitudes, le parece ver al hombre por primera vez, y Punta Arenas es como una epifanía en el invierno, el triunfo del hombre sobre la nada. Le asombra que el hombre pueda existir y sobrevivir ahí y, al mirar a esas niñas chilenas junto a la fuente, siente que no podrá nunca penetrar su secreto, su soledad inexpugnable, la soledad inexpugnable de todo hombre y toda mujer sobre la Tierra: "El hombre frente al hombre permanece tan solo como frente a un inmenso cielo de invierno, donde huye, imposible de domesticar, un vuelo de patos salvajes".
La emoción del piloto y escritor francés en este artículo bajo el título "Un planeta", publicado en la "Nouvelle Revue de France" de 1933, que llegó a mí casi por azar y que se desgaja entre mis manos, me toca doblemente en estos días.
Los augurios pesimistas sobre el calentamiento global nos hacen sentir cada día más que somos un milagro inexplicable, una flor extraña que brotó en medio de la inmensidad del cosmos, después de avatares y catástrofes geológicas, extinciones y glaciaciones. Después de sucesivos diluvios, estábamos ahí, como salidos de la nada, desnudos y solos en paisajes que nos excedían. El "animal inexplicable" se erguía para iniciar una aventura única tal vez sobre la faz del universo.
¿De dónde entonces -se pregunta el mismo Saint-Exupéry- saca el hombre ese "gusto de eternidad", arrojados como estamos al azar de una lava todavía tibia, amenazados por las arenas futuras y por las nieves? ¿Cómo no estremecerse ante la inmensa epopeya del hombre de hacer habitable la Tierra, de transformarla en "mundo"? ¿Y cómo no temblar al pensar que esa conquista puede ser borrada en un dos por tres, sin dejar rastro ni memoria?
Quienes vivimos en esta "finis terrae" sabemos lo milagroso que es levantar una ciudad, un campamento sobre geografías desmesuradas. Todo chileno lleva en el fondo de su alma el vértigo de montañas, glaciares y desiertos, junto a los cuales somos "apenas". Hay una soledad inexpugnable en cada habitante del sur de este país, rostros que hablan de generaciones a la intemperie, de austeridad, de sobrevivencia.
Como si un viento frío y ululante se colara entre cada mirada.
Saint-Exupéry exclamó: "¡Punta Arenas!". Todo aquel que conoce la historia de este país, y sabe lo que ha costado hacerlo, exclama, al mirar las ciudades desde el cielo, después de cruzar las montañas: "¡Chile!"
Y en estos días en que se olvida un cierto estilo de hacer bien las cosas, con un sentido ético y estético, que caracterizó a Chile, uno piensa en Domeyko, Darwin, Claudio Gay, Andrés Bello, en los extranjeros que abrazaron el sueño de hacer un país sobre un erial. Y los escucha exclamar "¡Chile!" entre risotadas, chistes y pasos de koala.
Reproducimos este artículo publicado por El Mercurio porque consideramos que su análisis nos puede hacer volver a las raíces nacionales y a esos valores que hoy son socarronamente olvidados
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